martes

Volantines

Con viento a favor, las tardes se extendían felices. Por aquel entonces me quedaba sujeto a la navecita hasta el breve momento en que el día, con un diminuto rayo de luz extendido, y siempre al final del potrero, transponía el horizonte.

Recuerdo los ojos de mi abuelo que, al volver a casa, me miraban satisfechos. Nuestra dignidad le porfiaba a la pobreza con pequeños retazos de papel, un par de ramitas de curahuilla* y el infaltable hilo negro para coser.

Quizás fue allí, en medio del juego y la frágil danza del papel aéreo, donde la palabra volar se fue convirtiendo en algo más que el anhelo propio de lo terrestre. Lo cierto es que volar ya no era sólo la imagen -deseo- del viajar vertiginoso, suspendido a ras de suelo, como ocurre en los sueños; más allá de aquello, volar redimía y, por instantes, mi breve existencia era transportada a convicción y sin barrera posible. Volaba, sujeto al pequeño volantín de papel, yo volaba. Desde entonces hasta ahora, muchas navecitas han surcado el cielo.

Les contaré que algunas veces imagino a los volantines como poesías elevándose, y que en su vuelo van dejando líneas segmentadas, similares a las de un prepicado, permitiéndonos, luego, tomar del cielo el trozo que más nos guste.

Hace algunos días ocurrió que un cielo en lluvia se colmó de volantines. No cabe duda, volar redime. Hoy, en mi libreta transoceánica, junto a la hojita del árbol milenario, llevo guardado un pequeño trozo de aquel cielo sur.


1.- Mijo (Sorghum vulgare), cuyos granos sirven de alimento y forraje, y sus panículas secas para fabricar escobas.
2.- Pintura: José Ramón Urbay, 2004. “Benditos papalotes”.
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